sábado, 23 de marzo de 2024

La guardería


   A diferencia de la mayoría de la población, yo prefiero los días de labor a los fines de semana. Dirán, seguramente, que no les extraña nada en cuanto sepan que estoy jubilado y hasta se mostrarán de acuerdo conmigo pensando en que a ustedes les pasaría lo mismo en el caso de que dispusieran libremente de su tiempo. ¿No tenemos a nuestra entera disposición las calles, las autovías, los comercios, los bares y los museos, mientras el resto labora o estudia religiosamente en sus respectivos trabajos y centros escolares? Y con la excepción de las excursiones estudiantiles, que ciertamente parecen una plaga, como si a los profesores les costara cada vez más mantener a sus alumnos en los estrictos límites de sus aulas, y de los viajes programados para la tercera edad, que proliferan como setas en otoño y convierten los destinos turísticos de verano en chollos para todo el año, es cierto que el mundo es ancho y propio para los que dejamos definitivamente atrás las obligaciones laborales. Al menos lo es entre semana. Porque en el fin de semana todo cambia: las calles se llenan de entusiastas de todo tipo y pelaje, de esos que llenan los estadios de fútbol, acuden a los cines a comer palomitas y a los teatros a toser, colapsan las carreteras quemando combustible a todo pasto, llenan las terrazas en el ejercicio de su libertad y agotan las provisiones de cerveza de los bares y, cómo no, compran y consumen en los múltiples hipermercados que para ellos abren incluso en los antes sagrados domingos, cuando se iba de punta en blanco a misa y se comía después en casa con la familia.

   Comprenderán entonces que muchas veces no sepa en qué día de la semana vivo, porque lo mismo me da que sea un maldito lunes que un prometedor viernes para los demás: lo que yo noto es que no hay multitudes en las calles, la existencia tiene un ritmo apacible y el contorno de las personas y de los objetos parece más nítido, como si nada lo perturbara. En cambio, los días festivos son un caos de tráfico, ruidos y caras largas de personas que circulan con enfado entre los demás, personas que son víctimas de la prisa y de las expectativas imbuidas por la propaganda, gente insatisfecha que no sabe que sabe la mentira en la que chapotea a su pesar.

   Disculpen la reflexión anterior, bastante innecesaria ciertamente, excepto para justificar por qué me quedo en mi casa, encerrado como un proscrito los fines de semana. Pero el resto de los días, ¡ay el resto de los días!, mi mujer me lo tiene terminantemente prohibido y me lanza a la calle como quien lanza un cohete, o un petardo, al espacio exterior para colonizar otros mundos, que en el actual ya molesto mucho y produzco poco. Se supone que mientras ella se encarga de los asuntos domésticos (asuntos de los que me excluye con la razón de que ese ha sido, es y será siempre su territorio y que lo defenderá si es necesario con uñas y dientes hasta que deje de reclamarlo) yo tengo que entretener mi tiempo como hacen el resto de jubilados que en el mundo han sido: desde el icónico vigilante de las obras públicas que algunos ayuntamientos no paran de realizar, levantando aceras, modificando plazas y habilitando nuevos carriles bici, hasta el animoso jugador de cartas en el centro social de mayores, que se pasa las horas practicando el mus o la brisca, hay una serie de tareas que nos están destinadas por descarte y que son, a saber, pasear sin rumbo, pegar la hebra al sol bajo la estatua de la plaza, tomar un café descafeinado de diez a doce con otros desamparados, leer los periódicos en la biblioteca e inventarnos tareas absurdas en el banco, donde por otra parte no nos quieren ver ni en pintura.

   Por mi parte, siempre me he negado a participar en tales dislates: las obras son interminables y, además, muy aburridas, y no se me dan demasiado bien los juegos sociales, ni perder el tiempo en actividades que ni me gustan, ni me entretienen, que uno ya tiene mucho mundo y mucho escepticismo encima como para tragarse más miseria antes de comerse la verdura hervida y el filete de pescado a la plancha.

   Yo dedico mis mañanas de lunes a viernes a observar desde un banco a los niños de menos de tres años de la guardería más cercana a mi casa. Excepto los días en que llueve o hace un mal tiempo de narices, que afortunadamente para mí cada vez son menos comunes, a los infantes los sacan a la parcelita que, protegida por una malla metálica de dos metros de altura, pertenece a su centro escolar. En ella hay un suelo de arena de lo más irregular, un tobogán de plástico de medio metro que a ellos les debe parecer una montaña, dos balancines y un columpio minúsculo, además de un montón de juguetes de lo más variado, como pelotas, cubos y palas, coches de plástico y todo tipo de baratijas resistentes a los golpes, pero incapaces de hacer un chichón de importancia. Lo más divertido es verlos salir a la carrera vigilados por sus cuidadores y precipitarse a tomar posesión de su juguete favorito, centrarse en disfrutar de su conquista ignorando a los demás, excepto cuando se produce una disputa por un camioncito o un martillo y se dan de leches, lloran y berrean, mientras les riñen por usar la violencia con los demás y no querer compartir sus posesiones. Son tres cuidadores para más de veinte niños y, desde luego, no creo que tengan tiempo, ni tampoco la obligación, para educarlos; bastante es que consigan que no se hagan ningún daño y lleguen a su casa con los dos ojos intactos y sin señales de dientes ajenos. Viéndolos jugar, cada uno a lo suyo, tan contentos y tan ignorantes, me pregunto si no sería mejor instruirlos desde ya para que, cuando sean como yo, no sigan jugando solos e ignorando tanto a los demás.

 

sábado, 24 de febrero de 2024

Más perros que niños

 

 En el instituto nos han encargado una investigación en nuestro barrio. Aunque las conclusiones tienen que ser comunes, la fase de recopilación de datos debe ser individual y realizada en las comunidades de vecinos de cada alumno. Como la temática es transversal, afectará a las notas de varias asignaturas, así que no me queda más remedio que tomármelo en serio.

   Nosotros, mi familia y yo, vivimos en un edificio de cinco plantas en una ciudad crecida un tanto descontroladamente en la periferia de una gran capital. Más de cien mil habitantes no son precisamente pocos y demandan una gran cantidad de servicios, que a menudo sólo se encuentran a varios kilómetros de distancia. Dieciocho familias son las que me corresponden, una de ellas la mía, la única que conozco bien, desafortunadamente, porque me va a tocar picar al timbre de todas las demás con mi tonto cuestionario.

   A priori pienso que me va a costar encontrar a los vecinos en sus casas, porque la mayoría se marchan a trabajar a las tantas de la madrugada y no regresan hasta las mil. Lo sé porque las plazas del aparcamiento se pasan el día vacías, excepto festivos. Cuento con encontrar sobre todo familias como la mía, de cuatro miembros, dos adultos y dos niños o adolescentes, porque la mayor parte son primeros propietarios y se mudaron aquí aproximadamente hace dieciocho años.

   Le pregunto a mi madre. Me dice que ya no conoce a todos los vecinos. Algunos de los pioneros, así los llama, ya vendieron su propiedad y se marcharon a un barrio mejor. Los que vinieron después, más jóvenes, ni se han presentado a los vecinos, ni mantienen nexos con ellos. Por no relacionarse, ni siquiera asisten a las juntas de comunidad, que se celebran de año en año con el fin de aprobar los presupuestos, porque mejoras…, ni están ni se las espera.

   Según me cuenta, de las dieciocho propiedades iniciales, sólo permanecen en la casa diez. Ha habido tres divorcios, un desahucio, una detención que llevó a un residente a la cárcel, aunque no se sabe el motivo, y se ha producido el nacimiento de trece bebés, el doble de niñas que de niños. En este momento habitan la finca unas cuarenta y cinco personas, lo que viene a ser una media de dos personas con cinco por vivienda. El promedio de edad es joven todavía: cuarenta y dos años, más o menos. El mayor de todos tiene unos setenta años y el menor, cuatro meses.

   Abrumado por la cantidad de datos que maneja mi madre, me da la impresión de que casi tengo ya el trabajo realizado. Pero no falta quien me diga que esta investigación exige rigor y que la información de mi madre ni siquiera está contrastada. Así que, bolígrafo en mano, voy de piso en piso desde el primero hasta el quinto, incordiando a los vecinos con mis preguntas, mi acné y mi impaciencia. Lo que podría haber sido un paseo de una tarde se convierte en una novena, porque todos los días falta alguien en la casa o no me abre la puerta por más insistente que sea. Finalmente, un domingo a la hora del partido local consigo completar mi encuesta, pero no sin llevarme unas cuantas miradas furibundas cuando se canta un gol en la televisión y yo todavía estoy anotando la respuesta a la enésima pregunta.

   No me corresponde a mí sacar las conclusiones de esta investigación, que esa es una labor de equipo que haremos teniendo en cuenta los datos obtenidos por todos. Pero puedo hacer una valoración personal, al menos para mí, y para mi madre si es que me pregunta, que lo hará porque es bastante cotilla. Lo primero que me sorprende es que a la mitad no los conocía, ni siquiera de verlos en el ascensor o en el rellano. Lo segundo es que tampoco conozco a sus hijos, porque ni ellos ni yo hemos bajado nunca a jugar al portal, solos o acompañados, y tampoco hemos ido al mismo colegio. Lo tercero es que esta finca está llena de perros: hay un promedio de tres por planta, lo que hace un total de quince, casi el doble que los niños que habitan hoy en la casa. Sobre gatos, lagartos o peces, no puedo dar datos, porque no incluimos la pregunta en el cuestionario, pero pienso ahora que tal vez eso haya sido un error de cálculo.

   Le pregunto a mi madre por qué nosotros no tenemos perro y me contesta que dan mucho trabajo y que, además, pueden transmitir enfermedades. Me cuenta la historia de su abuela, que murió bastante joven por culpa de un quiste de perro en el hígado, y me dice que, en su casa, mientras viva, no entrará uno. Y luego afirma que, si la gente tiene tanto chucho en la suya, es porque no sabe estar sola, que un perro da mucha compañía y nunca te lleva la contraria, aunque seas más necio que Calígula. Tengo que mirar en el buscador del teléfono móvil para saber quién es ese individuo, me digo mientras la miro sorprendido por su implicación emocional en los asuntos de perros.

   Debo de haberme quedado pasmado, porque mi madre, que nunca soporta bien el silencio de los demás, vuelve a la carga, esta vez para contarme que los vecinos de enfrente, lo primero que hicieron cuando su segundo hijo se emancipó, fue comprar un fox terrier para no sufrir el síndrome del nido vacío. Otra cosa que tengo que buscar cuando tenga un poco de tiempo.

   Ahora voy camino del instituto a entregar mis datos y a reunirme con mis compañeros para elaborar el trabajo común. Por el camino, observo que mi ciudad está llena de coches, de ruidos y de paseantes con perros, y, sin embargo, apenas hay niños, risas o juegos. Siento un poco de pena, como si me estuviera perdiendo algo o ya me lo hubiera perdido definitivamente.

 

sábado, 3 de febrero de 2024

Los dones del arte

 

 


   Vengo todas las tardes del año al museo, menos el domingo, que lo cierran por descanso semanal. Entonces, para no aburrirme, y para no apuntarme al club de los enganchados al fútbol vespertino, cerveza en mano para disfrutar de la mejor liga de mundo, los ojos planos de tanto ver la pantalla de la televisión, me dedico a pintar a la acuarela en el desván de la casa del pueblo. No son cuadros importantes, lo sé, les falta profundidad y una mirada propia, pero persigo en mis lienzos los atardeceres sobre la encina solitaria de la colina o la avenida de las aguas hacia el puente de piedra, siempre tan quieto. Pinto como respiro, me digo, y lentamente me dejo fluir hacia la mezcla del agua con el color azul, triste.

   En el museo provincial ocupo siempre el mismo asiento, como si fuese el extra de una película. De frente a los nenúfares, manchas violáceas y verdes que palpitan sobre el fondo blanco, que parecen hablarme incluso, paso el tiempo, sin prisa. Sobre todo, observo. Cuando me siento sobrecogido por una emoción nueva, un golpe de entusiasmo, un impulso, tomo notas en mi vieja libreta, garabateando líneas, rayas, hasta saciar en el papel mi ansia de conocimiento. Luego puedo sumirme en el letargo de la observación durante horas, hasta que la voz correosa de la vigilante de la sala me informa sin entusiasmo alguno que ya es hora de cerrar. Recojo mis aperos, echo la última mirada al cuadro palpitante y salgo a la nada, donde nadie me espera, donde nadie repara nunca en mí.

   De ocho de la mañana a cuatro de la tarde soy invisible. Es cierto que ceno en casa, me lavo los dientes, duermo hasta el amanecer, cumplo en la oficina y tomo un menú de nueve noventa en el bar de la esquina, pero es como si fuera un fantasma, o peor, un mueble viejo de un mobiliario desechado por inservible, poco más que eso. Vivo, pero no me veo vivir. No hasta las cuatro, cuando por fin llego al museo, me siento en mi banco y puedo otra vez sumergirme en las aguas terrosas de las flores primaverales, pero sin cursilería, claro, faltaría más. En este cuadro de las tardes no hay trinos, ni mariposas, ni melodías pegadizas. Hay arte, respiración, hálito. La mayor parte del tiempo sólo yo y los cambios de luz tras el cristal de la ventana del fondo. Silencio y aire.

   Algunas veces la tarde se altera: grupos de escolares arrastrados con hilos invisibles por oficiantes del saber, turistas japoneses que se sienten desorientados sin sus cámaras electrónicas, algún artista reconocido que oficia miradas esquinadas y gestos despectivos a sus perros acompañantes. Pocos mortales van como yo de a uno y rara vez se pierden por esta sala del piso tercero donde se exponen cuadros raros, fuera de serie, extrañas singularidades de la historia del arte. Un espectador para un cuadro, me digo, un roto para un descosido.

   No obstante, a veces, ha ocurrido lo inesperado y he tenido que salir de mi mundo cerrado y propio, casi siempre contra mi voluntad. Una vez una señora se me quedó mirando y yo noté que se emocionaba mucho, muchísimo, hasta el punto de que creí que se iba a poner a llorar desconsoladamente delante de mí, pero se contuvo, lo hizo con gran aplomo, y cuando por fin pudo articular palabra sin sollozar me dio un par de palmaditas en la espalda, una manzana y un billete de diez euros. No tenía más, me dijo, pero esperaba que me fuera útil.

   Otra vez, cuando llegué a mi asiento, estaba allí sentado un anciano de pelo cano y, cuando me senté a su lado, comenzó a hablar de temas que le interesaban: la nostalgia por el tiempo pasado, la Guerra Civil, el oro de Moscú, los años del hambre, la necesidad de la tercera República, la nueva izquierda, el negocio editorial, los libros de Marx y la política norteamericana en Cuba, cosas así que se mezclaron con los nenúfares y dejaron en la tarde un barrillo de sombra que tardó varios días en desaparecer completamente.

   Y una vez, quizá la que más añoro, una mujer de apenas cuarenta años me cogió por la mano, me llevó al fondo de la última sala y sin mediar palabra me besó en la boca con deseo, con voracidad; aquella tarde los nenúfares quedaron empañados por la luminosidad de los fuegos artificiales y sus crescendos musicales. Desde entonces vuelvo todas las tardes a contemplar los nenúfares, pero de reojo miro también a ver si vuelve ella, para buscarme con su boca las costuras del silencio. No creo que reaparezca; ya hace más de un año desde nuestra colisión en el museo y, de haber tenido interés, hubiera regresado al banco, donde podría imaginar que me encontraría siempre, Penélope esperando con los labios abiertos y la boca reseca.

   Lo cierto es que fue única, como irrepetible soy yo en esta espera impaciente. Sin alma gemela, mis ojos están atados con cinta invisible al cuadro de nenúfares donde me consumo tarde a tarde, en esta planta olvidada del museo, por la que apenas transita nadie. Pero es mi última esperanza, mi único consuelo posible: no tardará en volver y, cuando vea mis ojos como acuarelas en donde naufragan los barcos de las marinas, me salvará de este naufragio con su aroma de lavanda y lilas, con sus besos de raíces indómitas, con sus solemnes besos. Y yo renaceré otra vez al dolor y a la esperanza.

 (Este cuento obtuvo el primer premio en el XII Concurso Intergeneracional de Relatos Cortos (mayores de 60 años) convocado por la Universidad de Burgos en 2023)



domingo, 21 de enero de 2024

La ficción

 

   A estas alturas a nadie le extrañará que diga que me gusta la literatura. Basta con echar una ojeada a mi currículum vitae o a mis aficiones para que se concuerde conmigo en que, sin el desempeño de las letras como lector, filólogo o poeta, yo no sería quien soy ni por lo más remoto. Sin embargo, si se preguntaran por qué siento un entusiasmo tal por la palabra escrita, aunque como todos yo también haya tenido mis lógicos altibajos al respecto, es probable que las respuestas fueran muchas, muy distintas y, por tanto, la mayoría erradas. Y no les estoy llamando burros a quienes no acertaran, como hacían algunos de aquellos catedráticos de los años setenta que conocí en largas y tediosas clases de literatura y que nos cansaban hasta lo indecible con su manía estéril de dictar apuntes para que luego los memorizáramos de coro: “no es lo mismo estar errado (sin hache) que herrado (con hache)”, decían a menudo con aquel gracejo sañudo y destalentado que exhibían.

  Mi afición por las historias de ficción no procede, por tanto, de que me la inculcaran en las aulas. En todo caso, en el instituto de enseñanza media lo que podrían haber hecho era aniquilarla con tanto retraso mental y pedagógico como había en aquella España que apenas comenzaba a despertar a la democracia. Afortunadamente yo ya traía la afición de mi casa, asentada en unos pocos libros que había ido atesorando tras la celebración de cada cumpleaños y en los innumerables tebeos que cayeron en mis manos por cosa del azar durante toda mi infancia y adolescencia: no parecía probable que aquellos profesores tan serios y concentrados en que copiáramos al pie de la letra sus doctas lecciones sobre autores y movimientos literarios pudieran acabar con la diversión que encontraba a solas cuando abría un libro y ante mí aparecían, como por encanto, la cabaña del tío Tom, la cojera de Jack Silver el Largo o las premuras de tiempo de Philias Fog. No puedo decir lo mismo de muchos de mis compañeros, que cayeron vencidos por el aburrimiento y desde entonces no le han encontrado ningún provecho material ni espiritual a la lectura.

   Resulta fácil explicar que lo que más me atraía de las historias de ficción era precisamente que lo que contaban no era verdad. Los escritores no tenían que convencerme con datos y documentos de la veracidad de sus argumentos, ni yo les iba a exigir en momento alguno que se atuvieran a las reglas básicas y observables en mi pequeño mundo: ciertamente lo que más me gustaba es que, sumergido en sus fabulaciones, me podía escapar de las estrechas calles de mi ciudad natal, tan pequeña como cerrada y prosaica, y volar con la imaginación a países exóticos, tiempos remotos y sucesos inverosímiles, a voluntad. ¡Cuántas mañanas de sábado y de domingo las he pasado en mi habitación releyendo libros y empatizando en sus cuitas y éxitos con mis protagonistas favoritos!

   Para mí, por tanto, la literatura no es sinónimo de aburrimiento, sino de imaginación. Lo que me interesa de ella es todo lo que tiene de ficción, de verosímil, de inverosímil, de absurdo, de trágico, de paródico, de cómico, de desvergonzado y de libertario. Y por ello me gusta este mes de enero de 2024 en el que nos sumergimos con la misma inquietud por el porvenir que en años anteriores, porque asumimos que el tiempo es una flecha unidireccional que nosotros hemos domesticado en forma de ciclos repetitivos y previsibles. Así enero (“año nuevo, vida nueva” dice esa máxima archipopular) nos trae los fabulosos acontecimientos del primer mes del año, sucesos maravillosos que son idénticos cada 365 días, pero que estamos dispuestos a disfrutar y a padecer como corresponde: las consabidas doce uvas, la llegada de los Magos con sus juguetes, el roscón de Reyes, el regreso al trabajo y a la escuela, el gripazo, el esforzado ascenso de la cuesta del mes más empinado de todos…

   Enero es el mes de la ficción por excelencia, tanto para los aficionados a las invenciones como para los que no. Me permito afirmar su esencia literaria, su absoluta modernidad al no aceptar la realidad tal y como es y, en consecuencia, tratar de maquillarla, al menos en sus primeros días: donde las noticias nos hablan de guerras y genocidios, de hambre y de desigualdades económicas, de desmantelamiento de los sistemas sanitarios y de agotamiento de los recursos planetarios, nosotros ponemos en la calle a tres reyes destilados gota a gota desde el mundo de la fabulación y redecoramos la habitación para que los niños vivan una noche entre el miedo a lo desconocido y la fascinación por el misterio. Es sólo una forma de posponer lo inevitable, pero durante un tiempo la imaginación tiene un poderoso influjo que supera a la torpe realidad.

   Cuando llega el momento de reencontrarse con los compañeros, en escuelas y centros laborales, muchas veces los juguetes están tan rotos como flacas son las esperanzas. Durante un tiempo fuimos felices, nos reunimos con los nuestros, brindamos con bebidas espirituosas, nos deseamos salud y suerte, nos intercambiamos regalos como si ese día fuera ya el mañana, y dejamos la factura para más adelante, en la absoluta seguridad de que ya la pagaremos nosotros, o quien sea, cuando no quede más remedio. Y entonces recurrimos al poder de la imaginación y soñamos con que nos visita el duende de la lámpara de Aladino con sus tres deseos, nos toca la lotería o la primitiva, nos cae la herencia de la tía de América del Monopoly…, y así, de repente, no tendremos más agobios económicos y habremos superado de nuevo el 31 de enero.

   A mí me gusta la ficción, sí, como ya he dicho, pero tampoco me cabe duda de que a mis contemporáneos, aunque ellos mismos no lo sepan, también les fascina, porque chapotean en ella a pleno pulmón y sin arrepentimiento.